El fibber 2014 / Euterpe en el monte de los dioses


EUTERPE EN EL MONTE DE LOS DIOSES

 

Euterpe estaba a la salida de la rotonda haciendo autostop, con una mochila deshilachada a los pies y una corona de flores adornándole la melena. Vestía una camiseta blanca de tirantes, unos bluejeans rotos y sandalias de mercadillo. En las manos sujetaba un cartel que decía “Béjar”. Venía del Olimpo, que queda en el centro mismo de la crisis. Andaba ya, después de varios días de carretera y manta, en las inmediaciones de la A-66 y se dirigía a Béjar, que queda a las afueras de Chicago, como todo el mundo sabe.
 
 
En realidad venía del monte del Olimpo al monte del Castañar, donde había quedado con los dioses del blues, unos parientes de América. Todos ellos mantenían conversaciones a través de Facebook y se había enterado de que unos cuantos se iban a reunir en una plaza de toros para hacer un festival, una especie de juegos olímpicos eléctricos en los reinaba la distancia de los doce compases. Le venía bien salir una temporada de Grecia, tal vez incluso no volver. Su madre Mnemósine estaba ya acostumbrada a esa vida de vagamundos de sus siete hijas, que andaban siempre de acá para allá con artistas de toda suerte, pero no daba crédito a que Euterpe le hubiera insinuado que lo mismo no volvía hasta que la troika dejara de dar órdenes en el Peloponeso.
Nunca antes había coincidido con estos parientes emigrados, pero sabía que al Castañar se iban a traer sus trombones, tambores, contrabajos, guitarras y teclados, así que se echó al cuello su flauta por si irrumpía una jam-session bajo las estrellas y la mirada incrédula de su atareado padre Zeus. Tampoco se le daban mal el violín y la trompeta, pero la mochila no daba para más ambrosías. Ya se vería. Si había de tocar el tambor, lo tocaría. Nadie como ella ha sabido sacarle sonido más fino a ningún cacharro en toda la historia.
Pasado el puerto de Vallejera, le dijo al camionero que la dejase allí mismo, que se bajaba. El gaditano, que no hablaba griego antiguo, dedujo que sus sueños se desvanecían y buscó la primera salida. Euterpe se despidió con un beso que tuvo al hombre tarareando un popurrí de grandes éxitos de MuddyWaters hasta la ronda de Algeciras, en un inglés gibraltareño muy apañado.
 
La muchacha se sentó sobre la mochila y contempló con parsimonia el paisaje, con las palmas de las manos apoyadas en el mentón y los aladares de la melena cayéndole sobre las mejillas. Ver para creer, se decía. Había cruzado bajo un sol de justicia de lado a lado las riberas del Mediterráneo creyendo dejar atrás el Olimpo y hete aquí que lo que tenía enfrente no era otro puto monte pelado, sino un vergel de castaños y fuentes de las que manaba vino, cosa de Baco seguramente. Sonrió al pensar en esos primos de América que de un momento a otro aparecerían con sus bártulos y se echó la flauta a la boca mientras se decía que ahora de verdad había llegado al auténtico Olimpo, ese en el que veranean los dioses del blues.
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