Camino de los idus de agosto
Nos habíamos acomodado en lo más alto de las seculares gradas de piedra, cerca del cielo y de las más atrevidas ramas de los frondosos castaños que se asoman al anfiteatro. Sabíamos, de otros años, que aquel era el lugar idóneo para contemplar el desplome del dios Sol por detrás del escenario, zambulléndose en el horizonte rojizo del océano que queda más o menos entre la Sierra de Francia y las Hurdes, sin que Ícaro tonteara a esas horas del anochecer imitando a los vencejos.
Éramos la misma isla de fiberos saturnales que tenían allí el punto de encuentro y descanso convocados cada año por las liras anunciadoras del estío meseteño. Alguno llevaba calcetines enfundados en las sandalias y los faldones de las túnicas remangados hasta las rodillas, pero todos lucíamos las coronas de laurel ganadas como veteranos que éramos del triunfal ejército blusero forjado en mil batallas victoriosas. Juanjo parecía Cicerón. Chago, un remedo de Salustio. Luis, el mismísimo Marco Aurelio. Una tropa que para sobrevivir en el fragor musical siempre supo distinguir la ambrosía de la cicuta.
Más allá de nosotros había otras islas fiberas, separadas unas de otras por brazos de mar seco y duro de granito. Cada isla estaba habitada por cuatro, cinco, seis senadores y generales en amena conversación, unos con el bocata, otros con el cáliz de cerveza. La brisa traía y llevaba saludos y retazos de charla de una grada a la otra. Vistos en conjunto, dábamos la imagen de aquella escena similar de La vida de Brian, quiénes del Frente Popular Blusero y quiénes del Ejército Blusero de Liberación, pero todos convencidos al cabo de que el blues nos haría libres. Al menos esa noche.
En esas andábamos, que si el sol se despeñaba o no, que si el bocata estaba cojonudo, que si aquel de allí abajo que se movía más veloz que Aquiles no era Zato, que si Miguel sonreía como el Júpiter que observa en silencio, que si faltaba mucho para que salieran los leones, cuando en esto apareció en el escenario un gladiador como un armario de grande y llegándose al borde con el pie del micrófono agarrado a dos manos, con peligro de acabar descalabrado como el poeta Sabina, tronó al auditorio un “Good Night, Béjar!” que fue respondido por una salva de aplausos y flashes. Y sin que los decibelios se hubieran disuelto en el aire, de los altavoces comenzaron a brotar guitarras y saxos mientras el etíope de Nueva Orleans como un armario, con voz del Hades, nos hizo cómplices con aquel “Tu quoque, Blues, fili mi?”. Pues sí, nosotros también. Ave, blues de agosto.