El Fibber 2022


Reunidos en claustro

Gentes venidas de todas las tierras conocidas del planeta, y algunas desconocidas, estaban congregadas en el albero y las gradas de la plaza de toros del Castañar con motivo de la celebración del XXIII Festival Internacional de Blues de Castilla y León en Béjar, donde habían puesto la pica y la rebequita colgada de ella, por si acaso la brisa vespertina se volvía traidora en aquella noche inaugural del verano.

No hay nada más parecido a un paraninfo que esa plaza de toros y aquella congregación era, en consecuencia, lo más parecido a un claustro de doctores. Ni que decir tiene que todos lo eran en blues, doctores en blues; los eméritos, que lo venían siendo desde los tiempos en que Muddy Waters daba lecciones en la materia, vestían canas y toga con logo de La Alquitara o de los Stones; los más, doctorados que ejercían su sabiduría aprendida en plazas y festivales de acá y de allá, rememoraban faenas habidas en aquel mismo paraninfo en los últimos veinte años; había también entre ellos algún honoris causa acompañado de doctorandos imberbes que les prestaban su brazo y su vaso de cerveza a ver si les soltaba algo de la vez que coincidió con Lucky Peterson en los lavabos aledaños y se fueron furtivamente a fumar un pitillo bajo un castaño.

Las conversaciones eran animadas, en la espera de que cayera la noche y se levantara el telón. Los grupos de doctores departían en sus corrillos: en murmullo unos, con risas otros y alguno más animoso tarareando el verso de All Night Long!

La joven doctoranda, que acudía por primera vez al claustro, lo miraba todo arrobada, volviendo la cabeza hacia un lado y otro para no perder detalle, sin que siquiera el escenario se hubiera iluminado de rayos y centellas. Así que en ese silencioso deambular de la mirada acabó dando con un pequeño grupo extraño, porque se fijó en que sus miembros llevaban hábitos en vez de vaqueros rotos y andaban no lejos, en un rincón del albero, a lo suyo, ajenos al trasiego de los demás. Uno de ellos, de pelo ralo y vigor en la voz, levantó en alto su vaso de cerveza, por encima de la tonsura de los demás, y exclamó: «¿Adónde te escondiste, / blues, y me dejaste con gemido? / Como el ciervo huiste, / habiéndome herido; / salí tras ti clamando, y eras ido», lo que los otros aplaudieron mientras sostenían los vasos respectivos con los dientes o se les vertían al suelo entre las palmadas. Enseguida, llevada por el entusiasmo del momento, una claustral de su misma edad y que se parecía a Conchita Velasco como un clavo a otro clavo, respondió repentista: «Vivo sin vivir en mí / y tan alto blues espero / que canto porque no muero», lo que provocó el alboroto, los abrazos y la petición en la barra contigua de otra ronda, por favor. Cuando todos guardaron los móviles tras el selfi cervecero por tan celebrado acierto, uno de ellos, que parecía muy serio y observador, con perilla y una pecia bajo el brazo, pasó su cerveza al de al lado, desenrolló los papeles que portaba y clamó: «El aire se serena / y viste de hermosura no usada, / Quique Gómez, cuando suena / la armónica estremada, / por vuestra sabia mano gobernada» y así siguió un buen rato, hasta concluir: «¡Oh, suene de contino, / Quique Gómez, vuestro son en mis oídos, / por quien el bien divino / despiertan los sentidos, / quedando a los demás en tu blues mecidos!», dicho lo cual volvió a doblar los folios, hizo reverencias, arreciaron los vivas y vítores, se abrazaron en corro y pidieron una tanda de bocadillos de tortilla antes de que se acabaran y el trueno del escenario les llevara a las tierras desconocidas de donde habían venido.

La doctoranda, pasmada, lo anotó todo. Para su futura tesis sobre el blues serrano de Béjar, ese venero inagotable.

 

 

 

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