
Un fibber venido del más allá
Se detuvo en la boca del callejón de la puerta grande, se atusó el pelo desde la frente hasta el cogote, tiró para abajo de las puntas del bigote de herradura y se agarró con ambas manos las solapas de la levita negra, para ajustarla en los hombros después de la ardorosa ascensión al Castañar y que los faldones guardaran las composturas. Se puso el bombín bajo el brazo izquierdo. Se miró los botines: estaban llenos de polvo. Se tocó levemente la corbata de lazo con broche de perla y sacó el cuaderno y el lápiz del bolsillo interior.
Acababa de llegar del más allá, donde residía desde hacía más años de los que podía recordar y hasta donde había llegado la fama del Festival Internacional de Blues de Béjar, en esa plaza de toros que tenía ante sus ojos, casi idéntica a aquella que había conocido en su juventud como buen aficionado al espectáculo taurino.
Giró el cuello para un lado, luego al otro y miró en lontananza, primero a la taberna del fondo donde había un buen jolgorio y después a las gradas, en las que no reconoció a nadie. Lo tomó como algo normal, habían pasado muchos años. Empezó a anotar en el cuaderno sus impresiones, para la crónica que pensaba escribir. Era periodista.
Antes de que se derrumbara el Sol tras los castaños y a él se le pasara el sofoco de la interminable caminata desde el más allá, que paliaba con un pañuelo de lino sobre la frente, a sus espaldas se desató un estruendo que le sobresaltó. Había un escenario que en nada se parecía al del Teatro Cervantes y otros que él había conocido como actor ocasional y comenzó a sonar lo que parecía una música que él jamás había escuchado. No lo sabía, pero eso era el blues. Un ruido que no sabía identificar, porque se había hecho a la idea de que sería algo como Bach o Mozart, a los que adoraba e imitaba al piano en su casa. Pero aquello era como un engendro del diablo, con el que, por otra parte, las habladurías locales le vinculaban, por aquello de ser masón, y por el que su empeño anticlerical no dejaba de tener una cierta simpatía.
Supo, por uno de aquellos aldeanos del blues que tenía cerca y al que preguntó, que era una música que hacían los negros en las plantaciones de la América norteña y que de un tiempo a esta parte también se había hecho meseteña. Y cómo consiguen que suene como un trueno, insistió. El aldeano, con una camiseta de una gira de AC/DC, le miró de soslayo, como para quitárselo de encima, y le dijo con desgana: “Por la electricidad”.
Se echó a un lado y tomó nota. No levantó la cabeza en un buen rato. El lápiz no paraba de correr. Él había sido el primero que había traído a Béjar, a su propia casa, la corriente eléctrica. Eso fue cuando Maricastaña. Había vuelto del más allá para darse el alegrón de que aquel empeño suyo en la modernidad había llegado mucho más lejos de lo que su calenturienta imaginación pudo nunca soñar. Del enchufe salía blues. Qué barbaridad.
El caso es que, oye, sin apenas darse cuenta se vio llevando el ritmo con la punta del botín, luego ya con la mano, al cabo moviendo las caderas y terminó en el desenfreno y el vocerío tirando el bombín al aire cuando un negro desde allí arriba animó al público a corear algo que decía hoochie-coochie man. Perdió las maneras. Se fue a la taberna a seguir tomando nota. Y aloque.
De vuelta al más allá, a pata de nuevo, fue escribiendo la crónica de lo que había visto y al amanecer la envió al periódico. Qué pasada. Salía blues del enchufe. El año próximo pensaba volver. Se había hecho fibber hasta el tuétano.
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