El Fibber 2023 / El fibero sobrevenido


Don Miguel había bajado andando desde Candelario, donde pasaba el verano, con la chaqueta azulcasinegra bajo el brazo, porque hacía un calor del carajo y más le valía haberla dejado en casa, pero era incapaz de arremangarse y deambular sin ella y sabía que acabaría poniéndosela al caer de la tarde, cuando el sol se despeñara detrás de su querida Peña de Francia, que veía allá lejos, como un trazo en la divisoria del horizonte. Se había sentado a la sombra en las gradas de piedra, desde donde podía observar todo lo que ocurría en la plaza de toros. Se abanicaba la sofoquina con el programa del espectáculo, donde ponía que aquello era un festival de blues y que él, por el hecho de estar allí, entre tantos desconocidos que se abrazaban y pedían otra cerveza, era un fibber. Mira que él tenía inventadas palabras que no estaban en el diccionario (pero ya estarían con el tiempo) y que había desparramado en sus artículos y hecho populares, pero esa se le hacía ajena: aficionado al blues que cada verano asiste al festival internacional que tiene lugar en Béjar, su vieja conocida a la que tanto quería, como una vez escribió. “Fibero”, tradujo y anotó en su libreta con un lápiz negro, para la crónica que de allí le saliera y enviaría a algún periódico de Madrid.

Se quitó las gafas para limpiarlas con el pañuelo. Miró al cielo, por ver si se había fundido y chorreaba ya la frescura que bien conocía del Castañar, cuando vio algo allí que giraba en círculos. Se las acomodó de nuevo y fijó la vista. Eran dos avicornios que habían descendido desde la sierra y buscaban la copa del castaño desde la que pensaban no perderse ni un rasgueo de guitarra ni un fulgor de metales preciosos que esa noche iban a alborotar la serenidad legendaria del bosque de cuyas entrañas brotaba y subía hasta el cielo el blues serrano que había traído desde los lugares más remotosa tantas raras avis como ellos mismos, que pasaban desapercibidos en el jolgorio romero de los fiberos.

Don Miguel había vuelto del exilio hacía un par de años. Hasta París, cuando allí vivía, le habían perseguido las nostalgias de la sierra bejarana a la que tan aficionado era y la fama de esa nueva cosa que era un festival de blues a la vera de la casa de su amigo Cañizo, donde tan plácidamente había dormido otros veranos de antaño. Una tarde, a su tertulia del café de La Rotonde se había incorporado un rubio extranjero que decía llamarse Elliott Murphy que le habló con entusiasmo de lo bien que se lo pasaba cada vez que había estado cantando en Béjar, a la que consideraba la Chicago de Europa. Don Miguel tomó nota.

A medianoche no solo no se había puesto la chaqueta azulcasinegra, sino que se había plantado una camiseta negra de manga corta con el logo de La Alquitara, tenía los zapatos llenos de polvo de ir de una parte a otra y a codazos había llegado a primera línea bajo el escenario, donde se había hecho fuerte y no perdía detalle. A él, que hasta entonces le había importado un pepino la música y solo le dolía España, se le habían caído los palos del sombrajo. Siempre había sido sobrio, pero estaba embriagado. Como una revelación, se había vuelto fibber. Fibero, escribiría después en el periódico.